A los pocos años, en los terrenos lindantes, se construyó otro barrio de viviendas: el FO.NA.VI. De casas más simples, para sectores más humildes.
En el medio, había una cancha de fútbol donde, desde chicos, nos mezclábamos todos los pibes de los barrios a jugar al fútbol, a la bolita, cazar mariposas, jugar a la bolita y demás diversiones infantiles.
Entre los dos barrios había una frontera invisible donde, por supuesto, también se ventilaban rivalidades.
Había dos hermanos del “barrio de enfrente” -como le decíamos los que vivíamos de “este lado”- que siempre buscaban pelea.
A mí se me había cruzado el hermano mayor, más o menos de mi edad (alrededor de 10 años), y cada vez que nos encontrábamos, el desafío a pelear se planteaba. Hasta que un día surgió la ocasión.
Como había calles de tierra en el barrio, un grupo de vecinos había organizado una sociedad de fomento con el fin de pavimentar las calles que, con cada lluvia, se tornaban imposibles de transitar.
Ese día habían organizado un baile a la vuelta de mi casa, en la esquina de la calle Yrigoyen y Villardaga. Las luces, los globos, la cumbia, el piberío coloreaban la noche. En ese clima de jolgorio recibo un empujón desde atrás. Cuando me doy vuelta me sorprendo al ver que me invitaba a pelear el hermano menor de mi contendiente.
Los manotazos empezaron a volar cuando un golpe me impacta en la sien y en un instante que pareció eterno la vista se me nubló y todo se volvió negro.
El golpe no pasó de ser un fugaz parpadeo de la conciencia, pero cuando me recobré de ese impactó, no volví a ser el mismo, aunque tardé en comprenderlo.
Esa fue mi primera lección de igualdad. Y no tuvo nada que ver con la ley del más fuerte. Ni la primacía de la violencia. Claro está.
Ese pibe al poco tiempo empezó a recibir otros golpes. No llegó a pasar la adolescencia y tuvo el primero de varios hijos en un encuentro rápido con las responsabilidades de la adultez. Se convirtió en albañil o changarín y en eso debe andar, con suerte.
Hubo otros pibes de ese barrio –muchos- que terminaron presos, muertos en circunstancias poco claras, en conflictos con la ley. Otros emigraron hacia Mar del Plata a trabajar en un horizonte supuestamente más promisorio; en la mayor parte de los casos, engordando el lumpenproletariado urbano.
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